Todo esta hablado, todo escrito. Y aún estándolo, no somos capaces de aprender de ello y llevarlo a la práctica.
Somos seres de ideas y de ingenio y, precisamente atrapados por esa misma máquina que nos lo permite, el cerebro, pasamos presos cautivos de nuestra imaginación la mayor parte de nuestra vida. Decimos que vamos a hacer y no hacemos; soñamos despiertos y obtenemos un placer equivalente al que obtendríamos si realizáramos esa fantasía en la realidad. Es el onanismo en su máxima expresión; onanismo para con todo.
Es el ser humano ensueño, que abraza lo místico y vive lo imaginario cual maleable realidad en la que es dueño de sus más bajos instintos y donde puede alcanzar la gloria sin moverse del sofá. Es por tanto, nuestra capacidad de ensoñación, un arma de doble filo, pues no es sino aquél que imagina, que se abstrae del yugo de lo físico y desdeña las leyes de lo material, el que consigue dividir el núcleo de un átomo en dos o correr más rápido que una gacela. Sólo los soñadores tienen un pase para la inmortalidad de sus azañas. Sin embargo, esta inevitable capacidad de perderse en los sueños, propios y ajenos, es aprovechada por una caterva de pedantes que especulan con las ansias de éxito, aún a sabiendas de tu irremediable y estrepitoso fracaso que a menudo supone el paso de lo onírico a lo tangible.
Estos mercaderes, bajo la túnica de falsos visionarios y asistentes de felicidad, aprovechan la brecha cognitiva sobre la que no se es capaz de discernir entre querer y necesitar, para colarte un sin fin de trastos de dudosa utilidad, pero que a priori, y mientras yacen en sus llamativos embalajes, parecen la panacea contra ese monótono estrago que es la vida. Y es entonces cuando al rasgar un fino precinto y despojar a aquél nuevo utensilio del envoltorio, fruto de un mundo de plástico, se abre la caja de pandora, convirtiendo el ansiado sueño en vil mundanidad; un deseo que nació de un sueño, donde el climax estuvo en comprarlo, el orgasmo llegó al abrirlo y el desamor al poseerlo y comprobar que en efecto, esa vocecilla a la que desoíste en el centro comercial tenía toda la razón al advertir de lo inútil de la transacción.
Son innumerables los ejemplos que he protagonizado y observado como espectador pasivo o ferviente hincha del dinero. No hace mucho, soñé con ser un gran alpinista de tres al cuarto, un súper hombre virtuoso del piolet, protagonista de innumerables gestas de bar y almohada. Cuán fácil es conquistar una cima en la cima del colchón, cuán atractivo escalar a la par que escala la embriaguez que esconde la cerveza. Y sin haber siquiera trazado la más mínima ruta y sabiendo vagamente lo que es un monte, me encontré repentinamente rebuscando por el mercado electrónico, ya que hoy día no hace falta ni salir de casa, un sin fin de cachivaches que me permitirían inmortalizar mi nombre como pionero y aventurero. En total, estaba a un click de desembolsar más de quinientos euros, pero justo en el preciso instante en el que el índice estaba a punto de cerrar el trato, la ya mencionada vocecilla, con el acento y el talante de Pepe Mújica me susurró tenuemente si mi objetivo era ir de excursión y por eso necesitaba equiparme o si por el contrario necesitaba equiparme de cualquier cosa, con el único fin de gastar y por eso había creado mi repentina pasión por ir al monte. Cuánta razón puede esconder una frase, por dura que parezca. Ya sea porque los dos somos medio vascos, o porque me pilló en un momento de lucidez, el caso es que la tenue voz fue in crescendo hasta convertirse en una oda a la razón. Así que partí hacia la loma equipado únicamente con dos piernas, un cuerpo y una cabeza que medio piensa; fui más feliz que nunca porque fue sencillo. No me preocupé de si la pantalla del GPS se rompía, ni del aterrador mensaje de batería baja; las fotos las saqué con mi mente y las subí en mi nube y demostré que unas botas de doscientos euros no suben a la colina por ti, que es tu fuerza motriz quien lo consigue.
Conocida por todos es la moraleja, pero no lo es por menos ignorada, de que no hay que crearse necesidades de las cosas pues, en el mejor de los casos, sólo conseguirás complicarte la vida con complejos útiles inútiles. La corriente del pensamiento no ha de ir en la dirección del quiero y sueño, sino del sueño, quiero alcanzarlo, puedo alcanzarlo y, por tanto, necesito.
Y ahora, muy a mi pesar, pongo un punto y final en esta reflexión ya que he de apresurarme presto hacia el mercado más cercano para mirar ordenadores que me permitan escribir mejor, y es que por algún extraño motivo, acabo de convencerme de que mi estilo mejorará si aflojo una ingente cantidad de dinero por un cacharro nuevo para hacer lo mismo que con el viejo; en fin, otro sueño más corrompido. Mújica, ¿dónde estás cuando se te necesita?
Somos seres de ideas y de ingenio y, precisamente atrapados por esa misma máquina que nos lo permite, el cerebro, pasamos presos cautivos de nuestra imaginación la mayor parte de nuestra vida. Decimos que vamos a hacer y no hacemos; soñamos despiertos y obtenemos un placer equivalente al que obtendríamos si realizáramos esa fantasía en la realidad. Es el onanismo en su máxima expresión; onanismo para con todo.
Es el ser humano ensueño, que abraza lo místico y vive lo imaginario cual maleable realidad en la que es dueño de sus más bajos instintos y donde puede alcanzar la gloria sin moverse del sofá. Es por tanto, nuestra capacidad de ensoñación, un arma de doble filo, pues no es sino aquél que imagina, que se abstrae del yugo de lo físico y desdeña las leyes de lo material, el que consigue dividir el núcleo de un átomo en dos o correr más rápido que una gacela. Sólo los soñadores tienen un pase para la inmortalidad de sus azañas. Sin embargo, esta inevitable capacidad de perderse en los sueños, propios y ajenos, es aprovechada por una caterva de pedantes que especulan con las ansias de éxito, aún a sabiendas de tu irremediable y estrepitoso fracaso que a menudo supone el paso de lo onírico a lo tangible.
Estos mercaderes, bajo la túnica de falsos visionarios y asistentes de felicidad, aprovechan la brecha cognitiva sobre la que no se es capaz de discernir entre querer y necesitar, para colarte un sin fin de trastos de dudosa utilidad, pero que a priori, y mientras yacen en sus llamativos embalajes, parecen la panacea contra ese monótono estrago que es la vida. Y es entonces cuando al rasgar un fino precinto y despojar a aquél nuevo utensilio del envoltorio, fruto de un mundo de plástico, se abre la caja de pandora, convirtiendo el ansiado sueño en vil mundanidad; un deseo que nació de un sueño, donde el climax estuvo en comprarlo, el orgasmo llegó al abrirlo y el desamor al poseerlo y comprobar que en efecto, esa vocecilla a la que desoíste en el centro comercial tenía toda la razón al advertir de lo inútil de la transacción.
Son innumerables los ejemplos que he protagonizado y observado como espectador pasivo o ferviente hincha del dinero. No hace mucho, soñé con ser un gran alpinista de tres al cuarto, un súper hombre virtuoso del piolet, protagonista de innumerables gestas de bar y almohada. Cuán fácil es conquistar una cima en la cima del colchón, cuán atractivo escalar a la par que escala la embriaguez que esconde la cerveza. Y sin haber siquiera trazado la más mínima ruta y sabiendo vagamente lo que es un monte, me encontré repentinamente rebuscando por el mercado electrónico, ya que hoy día no hace falta ni salir de casa, un sin fin de cachivaches que me permitirían inmortalizar mi nombre como pionero y aventurero. En total, estaba a un click de desembolsar más de quinientos euros, pero justo en el preciso instante en el que el índice estaba a punto de cerrar el trato, la ya mencionada vocecilla, con el acento y el talante de Pepe Mújica me susurró tenuemente si mi objetivo era ir de excursión y por eso necesitaba equiparme o si por el contrario necesitaba equiparme de cualquier cosa, con el único fin de gastar y por eso había creado mi repentina pasión por ir al monte. Cuánta razón puede esconder una frase, por dura que parezca. Ya sea porque los dos somos medio vascos, o porque me pilló en un momento de lucidez, el caso es que la tenue voz fue in crescendo hasta convertirse en una oda a la razón. Así que partí hacia la loma equipado únicamente con dos piernas, un cuerpo y una cabeza que medio piensa; fui más feliz que nunca porque fue sencillo. No me preocupé de si la pantalla del GPS se rompía, ni del aterrador mensaje de batería baja; las fotos las saqué con mi mente y las subí en mi nube y demostré que unas botas de doscientos euros no suben a la colina por ti, que es tu fuerza motriz quien lo consigue.
Conocida por todos es la moraleja, pero no lo es por menos ignorada, de que no hay que crearse necesidades de las cosas pues, en el mejor de los casos, sólo conseguirás complicarte la vida con complejos útiles inútiles. La corriente del pensamiento no ha de ir en la dirección del quiero y sueño, sino del sueño, quiero alcanzarlo, puedo alcanzarlo y, por tanto, necesito.
Y ahora, muy a mi pesar, pongo un punto y final en esta reflexión ya que he de apresurarme presto hacia el mercado más cercano para mirar ordenadores que me permitan escribir mejor, y es que por algún extraño motivo, acabo de convencerme de que mi estilo mejorará si aflojo una ingente cantidad de dinero por un cacharro nuevo para hacer lo mismo que con el viejo; en fin, otro sueño más corrompido. Mújica, ¿dónde estás cuando se te necesita?
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