Todo en lo que creo, los valores que otrora blandía con resplandeciente orgullo, se desmoronan paulatinamente; los sueños y ansias de cambiar el mundo han dado paso a un estadio de desidia y holganza intelectual que poco tienen que ver con el yo que me precede. He heredado lo peor de mí mismo, desechando sistemáticamente el menor atisbo de razón y copando cada uno de estos huecos con vino y vicios que conllevan irremediablemente al vil ocio. Dónde quedaron aquellos tiempos en los que mi rebeldía se anteponía al qué dirán? Sencillamente se han desvanecido, sepultados bajo una capa de mezquindad, conformismo y apatía. Qué ha sido de aquél Quijote que, ducho en la palabra y parco en temor, se retroalimentaba de sus propios fracasos y se fortalecía con ellos? Lo que queda de mí, no es más que una estrecha sombra de lo que un dái fui y probablemente nunca vuelva a ser. Me sorprendo a mí mismo cuando, oyendo mis propias palabras, caigo en la cuenta de que estoy repitiendo exactamente aquello
Somos Hijos de la selva; no sabemos si existen Dios, los números, las ideas o los múltiples universos; sabemos que el tiempo pasa y no puedes desperdiciarlo intentado hallar una solución a aquello que no la tiene.