Todo en lo que creo, los valores que otrora blandía con resplandeciente orgullo, se desmoronan paulatinamente; los sueños y ansias de cambiar el mundo han dado paso a un estadio de desidia y holganza intelectual que poco tienen que ver con el yo que me precede. He heredado lo peor de mí mismo, desechando sistemáticamente el menor atisbo de razón y copando cada uno de estos huecos con vino y vicios que conllevan irremediablemente al vil ocio.
Dónde quedaron aquellos tiempos en los que mi rebeldía se anteponía al qué dirán? Sencillamente se han desvanecido, sepultados bajo una capa de mezquindad, conformismo y apatía. Qué ha sido de aquél Quijote que, ducho en la palabra y parco en temor, se retroalimentaba de sus propios fracasos y se fortalecía con ellos? Lo que queda de mí, no es más que una estrecha sombra de lo que un dái fui y probablemente nunca vuelva a ser.
Me sorprendo a mí mismo cuando, oyendo mis propias palabras, caigo en la cuenta de que estoy repitiendo exactamente aquello que hace unos años consideraba un bulgar y soez vonformismo de alguien débil; el tiempo te quita la rebeldía, yo también quise cambiar el mundo y mirame. Para bien o para mal, esta realidad se repite constantemente generación tras generación y sólo unos pocos valientes se atreven a salir del bucle.
Seguramente, si tienes más de veinticinco años, te siente identificado conmigo; la razón es que no es de mi de quién estaba hablando, sino de nosotros. Y solo nosotros tenemos la llave que abre la cárcel en la que nos hemos recluído.
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