"Veo
un mundo tan dominado por los prejuicios que pronto la gente dejará
de respirar por miedo a que le culpen de ser el responsable del
cambio climático."
Hemos
volcado todo nuestro empeño en asimilar la situación en la que
estamos; en intentar salir de ella y volver al bienestar anterior a
2008. Aquí estriba nuestro error, ya que volver hacia atrás no
cambiará nada, no es más que un parche que, con el tiempo, acabará
despegándose y volverá a mostrar la grieta subyacente.
Sólo hay
una solución definitiva y es solucionar el problema en su origen,
hacer que el planteamiento de la humanidad no falle en su base.
Para
lograr tal fin, es imprescindible la abstracción, abrir la mente y,
sobre todo, fundar una base coherente en tanto en cuanto a la
naturaleza humana se refiere. Mientras no se alcance este estado,
nunca se podrá obtener una solución válida. Existen tres
negaciones básicas que impiden solventar el origen de los problemas
de la humanidad y que son, curiosamente, el germen de los mismos.
Primera: Negación de la naturaleza de nuestra especie
Al ser
humano, por naturaleza, no le gusta la igualdad; tratando siempre de
sobresalir entre sus semejantes enfatizando cualquiera de sus mejores
virtudes. No somos como las abejas o las hormigas, que sacrifican al
individuo para el beneficio colectivo; todo lo contrario, empleamos
el esfuerzo colectivo para enfatizar nuestro ego.
Incluso
el mayor de los comunistas o “jippie” de la sociedad, es un ser
individualista. Por qué, si no, son los que más tendencia tienen a
marcar su cuerpo con símbolos muy personales en forma de tatuajes?
Buscan la diferencia, la exteriorización de su personalidad, la
revelación de su intimidad. Y cuando muestras algo íntimo tuyo al
público, siempre es porque estás orgulloso de ello y porque crees
que es mejor que lo de los demás o, por lo menos, que está por
encima de la media.
No nos
creemos iguales por naturaleza; esa creencia es algo cultural,
inculcado, tal vez, por alguien que quería hacer que todo el mundo
fuera igual para poder ser él el único diferente y, por tanto,
superior, ya que, como he comentado antes, siempre vemos nuestra
diferencia como una virtud, algo superior al resto. Por qué si no,
nos referimos a “nuestros semejantes” y no a “nuestros
iguales”?
Pero no
hay que avergonzase de esta propiedad humana (o animal). En
definitiva, la función primaria sigue siendo la procreación y sólo
los diferentes, esto es, superiores, tienen la mayor probabilidad de
procrearse.
Encontramos
también que siempre ansiamos lo que no tenemos. Este sentimiento
lleva a la insatisfacción irremediable y vitalicia. Lo material no
nos sacia. Es imposible, por definición.
El dinero
se ha convertido en el equivalente al plumaje en un pavo real; el que
tiene la mayor cantidad de plumas y mas grandes, es el más
atractivo. Con el dinero pasa lo mismo. Por lo tanto, el dinero es
una herramienta de cortejo. Como el dinero compra cosas, las cosas
pueden considerarse herramientas de cortejo. Como el cortejo está
impreso en nuestros genes y es insaciable, también lo será el medio
con el que conseguimos cortejar. Es por este motivo que nunca nos
cansamos de tener más y más de lo que sea.
No somos
seres caritativos. La caridad es una invención, una herramienta
artificial que ha servido, a lo largo de los siglos, para realizar
grandes alianzas entre pueblos y luchar por un mismo fin. No es algo
innato en el ser humano, sino que es una consecuencia directa del
instinto de supervivencia y reproducción. Por tanto, nunca haremos
algo de una manera desinteresada; incluso con un ser querido, siempre
esta la premisa del “hoy por ti, mañana por mí”. De hecho,
caridad, que en latín es caritas, significa literalmente amor. Por
tanto, si la caridad es un artificio humano para lograr un fin
también lo es, por tanto, el amor.
Como
consecuencia de lo anterior, se puede deducir fácilmente que somos
egoístas. No es malo serlo. Como se ha comentado, creer que el
egoísmo es malo es incurrir en la primera de las tres negaciones: la
de la propia especie. Por tanto, hasta que no admitamos nuestra
naturaleza egoísta, no podremos consolidad una sociedad robusta, ya
que la basaremos en una mentira impune, por lo que sólo puede
esperarse que reine el cinismo y, por tanto, el lucro encubierto.
Sería un
error, en efecto, negar nuestra especie, al igual que un perro no
puede decidir dejar de ser un perro ya que, en el momento que dejara
de serlo, ya no sería perro y, por tanto, ninguna cualidad de los
perros sería atribuible al esperpento resultante. Lo mismo sucede
con los humanos. En tanto en cuanto dejemos de ser humanos, no lo
seremos y términos como humanidad, sociedad humana o economía
humana dejarán de ser útiles ya que el resultante no tiene que ser
necesariamente susceptible de ser representado por tales conceptos.
Segunda: Negación de la no existencia de la democracia
Si
quieres algo, esfuérzate tanto como el valor de aquello que quieres
conseguir.
El ser
humano es, como hemos mencionado, individualista. La sociedad está
formada por seres humanos, por lo que ha de ser, forzosamente,
individualista, ya que no deja de ser, en esencia, un organismo
engendrado por y para los humanos.
Asimismo,
como el mundo está formado por sociedades, es, también, un orbe
individualista y queda ampliamente demostrado, ya que el planeta
evoluciona según sus propias necesidades, independientemente del
destino del bienestar de los seres que en él habitan.
Si somos
individualistas viviendo en un mundo individualista y hemos formado
una sociedad irremediablemente individualista, ha de ser,
forzosamente, una sociedad que se siente superior al resto de las
sociedades y que se nutre de la desigualdad de aquellos que la
componen.
Si la
democracia se basa en la igualdad de todos los integrantes de un
conjunto, es evidente que no puede existir tal democracia. No, por lo
menos, de una manera natural. Es decir, la democracia, al igual que
la caridad, es un concepto artificial, una maniobra para obtener un
beneficio de una situación. Ante la incertidumbre de si nuestra
diferencia nos hace mejores que el resto o, por el contrario, nos
sitúa en clara desventaja, formamos coaliciones bajo el pretexto de
una falsa igualdad, en la que nadie muestra sus diferencias
explícitamente pero donde sí las muestra con sutileza mediante
modas, creando clases sociales, o con movimientos intelectuales que
buscan la formación de pequeñas entidades que se diferencien del
resto con la supremacía; es decir, la oligarquía intelectual.
Así es,
ya que al considerarse cada individuo diferente al resto y creando
esta consideración una sensación de supremacía respecto de sus
semejantes, nunca podrá existir una coalición democrática capaz de
gobernar a personas que se creen diferentes las unas de las otras.
Para que la sociedad funcione, por definición, ha de existir un
desequilibrio; una fuerza motriz.
Tercera: Negación de la necesidad del desequilibrio
El simple
hecho de que un sistema tenga un nivel energético diferente a sus
alrededores, hace que entre el sistema y los alrededores se cree una
capacidad de crear un trabajo, de establecer, al fin y al cabo, un
flujo de energía que puede ser utilizado para diversos fines, en
función de la calidad de ésta.
Cuando el
sistema y sus alrededores llegan a un equilibrio energético, el
flujo de energía entre ambos se detiene, pero, curiosamente, como la
energía ni se crea ni se destruye, la cantidad neta de energía en
el conjunto permanece constante. Sencillamente lo que ocurre es que
al “ordenar” la energía y homogeneizarla a lo largo de sistema y
alrededores, no puede crearse un gradiente impulsor que mueva nada.
Tenemos, por tanto una energía inservible, un sistema “muerto”.
Curiosamente,
esto mismo sucede cuando se conforma una sociedad; un universo, que
es la suma de sistema y alrededores. Cada uno de los individuos es un
sistema y está en contacto con los alrededores que son, al fin y al
cabo, otros individuos y, por tanto, otros sistemas. Si todos los
individuos fuéramos iguales, sistema y alrededores serían iguales,
ya que acabamos de decir que los alrededores de un sistema, son, en
definitiva, otros sistemas. Si todos fuésemos iguales, no habría
una fuerza motriz y el universo estaría “muerto”.
El
desequilibrio es necesario, en tanto en cuanto somos una especie que
se mueve por la recompensa. Nos impulsa el hecho de saber que si nos
esforzamos, es muy probable que vayamos ascendiendo en la escala
social, haciéndonos, de este modo, diferentes al resto de los que
nos rodean. La sociedad es un organismo creado por la humanidad que
ha cobrado vida propia y, tiende, en efecto, a su propia
perpetuación. Por este motivo y conociendo que el ser humano se
mueve por el individualismo y el beneficio propio, recompensa el
esfuerzo otorgando al premiado desigualdad que, en la sociedad
actual, se traduce en un mayor estatus.
Este
hecho no es bueno ni malo; es, simplemente, natural. Hay que aprender
a aceptar nuestra propia naturaleza, a eliminar la primera negación.
El desequilibrio, la oportunidad de poder ascender, de obtener mayor
estatus y, consecuentemente, de ser mejores y más atractivos de cara
a nuestros semejantes es una ley fundamental de nuestra naturaleza y,
en otra medida, de la naturaleza de casi todos los seres vivos del
planeta.
Por
tanto, en tanto en cuanto seamos humanos, el desequilibrio social nos
beneficiará ya que se creará una fuerza motriz que nos beneficie
como consecuencia del beneficio que obtenga la propia sociedad. Como
hemos comentado anteriormente, la sociedad ha cobrado vida y, como
ente natural, busca su propia supremacía respecto a otras sociedades
y no ha encontrado mejor manera que premiar a sus integrantes, los
individuos, con lo mismo que a ella le mueve.
No se
debe confundir el desequilibrio con la discriminación ya que no
significan estrictamente lo mismo. De hecho, basta una breve
reflexión para comprender que no tienen nada que ver. Mientras que
el desequilibrio es algo natural y necesario para la supervivencia de
la especie (el más fuerte se reproduce), la discriminación, al
igual que la caridad y la democracia, es artificial, está creada por
el individuo (o un conjunto de estos) para obtener un beneficio, en
este caso, de una manera políticamente menos correcta que con las
dos anteriores. Es decir, el que discrimina, no tiene el por qué ser necesariamente el más fuerte mientras que alguien que consigue una promoción natural, sí lo es.
En
resumen, la caridad, la democracia y la discriminación son conceptos
artificiales que contradicen la propia naturaleza humana, mientras
que el desequilibrio (fuerza motriz que impulse el avance), la
igualdad de oportunidades y la distinción como recompensa al
esfuerzo son elementos que la propia naturaleza emplea para su
evolución.
Si no
eres un vencedor, eres un vencido.
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